Siempre me ha costado dormir en cama ajena y ésta no iba a ser la excepción. Aún así, cada vez que me despertaba me obligaba a dormir de nuevo pues tenía que estar descansado para la jornada que me esperaba. A las 5 de la mañana sonó el despertador y me puse en pie de un salto. Me metí a la ducha. Me vestí. Empaqué alforjas y con todos mis “aperos” me fui al parqueadero a preparar la moto.
Esa mañana amaneció lloviendo a cántaros. El techo de latas de zinc bajo el cual reposaba la moto, tenía hendijas y huecos por donde se colaba el agua, así que alcancé a mojarme un poco mientras montaba las alforjas y me preparaba para salir.
A las 6 de la mañana ya estaba en camino, con una luz tenue de amanecer ensombrecido por las pesadas nubes de lluvia. El asfalto ennegrecido por el agua, brillaba con el reflejo de las luces de los postes aún encendidas. Además, las luces de los camiones que venían en sentido opuesto, se convertían en destellos luminosos con las gotas de lluvia sobre la visera del casco.
Había que andarse con cuidado, a una velocidad más que prudente para evitar frenadas bruscas o que la moto se patinara, pues había que contar también con las manchas de aceite que eran invisibles a esa hora y con lluvia.
Era tal la cantidad de agua que caía y las nubes oscuras en el cielo, que pensé que iba a ser así todo el resto del camino y eso iba a hacer que mi viaje fuera lento y que quizás tuviera que volver a pasar la noche en un hotel de camino, postergando mi llegada a Santa Marta hasta el otro día. Además, eran unos 800 km por recorrer, y esa era mucho más de lo que se aconseja para una sola jornada.
Hasta Puerto Salgar la lluvia siguió cayendo, pero a medida en que el sol ascendía en el cielo y el día iba tomando forma, las nubes se iban dispersando, aunque no completamente, y la lluvia fue perdiendo intensidad.
Puerto Salgar es, quizás, el último pueblo de Cundinamarca en esta ruta. Después se encuentra un letrero que anuncia la entrada al departamento de Boyacá. Ya en Boyacá, encontré un restaurante de camino, un enorme parador antioqueño, donde me detuve a desayunar al mejor estilo paisa: “calentao” de fríjoles con arepa y huevos revueltos y una enorme taza de chocolate, rematando con un delicioso tinto oscuro endulzado con panela. Y otra vez a la carretera.

Aunque el día seguía algo oscuro y nublado, ya no llovía, y el calor había cumplido la labor de evaporar el agua y la carretera estaba seca, con lo que me atreví a acelerar un poco más, alcanzado sin problemas los 100-110 km, por hora.
En Puerto Boyacá me detuve un momento. Todavía me quedaba un cuarto de tanque de gasolina, pero aún así decidí llenarlo para no tener que andar en apuros más adelante, además de abastecer de agua mi camel bag.
De Puerto Boyacá a Puerto Serviez hay apenas 36 km que sumado a los 64 anteriores desde La Dorada significaban que había recorrido apenas 100 km y ya entraba en el departamento de Santander.
En alguna parte de este trayecto, me detuve a descansar un poco, a estirar las piernas y a tomar algunas fotos.

Luego pasé por Puerto Araujo. 54 km mas allá por Campo 23. Luego los Peroles. La Gómez y Puerto Lebrija.
Otra parada para descansar, estirar las piernas y más fotos, antes de llegar a San Alberto, atravesando brevemente (unos 5 km), el departamento de Norte de Santander)

Haciendo cálculos, hasta San Alberto (ya en el departamento del Cesar) había recorrido desde La Dorada 328 km en casi 5 horas de camino, pues eran poco más de las 11 de la mañana, lo que indicaba que mi promedio de velocidad había sido de 65 km/h más o menos.
Quedándome casi unos 450 km por recorrer, resultaba algo desalentador, pero igual estaba haciendo camino, disfrutando el viaje, así que decidí no preocuparme mucho por eso y dedicarme a viajar simplemente.
Esos 328 km, sumados a los del día anterior, me daban 503 km, así que era el momento de engrasar la cadena de la moto antes de reemprender el camino.

Llegué a Aguachica, más o menos la mitad del camino hasta Santa Marta, a las 12:09 del medio día. Allí me detuve en un restaurante que se veía aceptable, y almorcé un bistec a caballo con par de limonada naturales. El almuerzo fue coronado por un tinto oscuro y un pielroja sin filtro.
Cerca de la 1 de la tarde, ya estaba otra vez en la carretara. Me quedaban 401 km hasta Santa Marta, más o menos, y había recorrido 400 en 6 horas de camino, así que si me atrevía a llegar a Santa Marta, estaría llegando a eso de las 7 de la noche, manteniendo el promedio.
Sin embargo, el día había abierto del todo, la temperatura era alta y la carretera, además de estar en buen estado, ofrecía largas, interminables y poco transitadas rectas, así que podía acelerar un poco más y mantener una mayor velocidad promedio.
Y bueno, fue aquí donde probé y exigí la moto al máximo, pues me había decidido a llegar a Santa Marta ese mismo día.
Qué maravilla la CBF, sus 150 cc y sus 13 caballos de fuerza respondieron más que bien, llegando a darme hasta 120-123 km/h, en algunas rectas y descensos, eso sí, acomodando el cuerpo en una posición más aerodinámica, pero erguido y sin esforzar mucho la moto, la velocidad crucero se mantuvo entre los 105-115 km/h, más o menos.
Esto hizo que aumentara mi promedio de velocidad y fui recortando a la par con los kilómetros, tiempo estimado de llegada. Con eso, pude detenerme otras cuantas veces a descansar, estirar un poco y tomar algunas fotos.

En el camino, me fui topando con otros moteros que iban de viaje, la mayoría en motos pequeñas, de hasta 125 cc, vecinos de la región en tránsito corto de un pueblo a otro. Todos fueron quedando atrás.
En algún punto, alcancé a una pareja de novios, que iban también en una Honda CBF 150 y -como yo- de camino a Santa Marta, con ellos compartí carretera y velocidades de 110 km/h hasta que me detuve a descansar y ellos siguieron su camino. No volví a verlos.
También me topé con un par de viajeros en sus Pulsar 180 –primero uno y más adelante al otro-, a los cuales di alcance y a los que pasé, sin ningún afán competitivo, yo sólo iba en mi camino, andando a lo que me daba la moto.
Pero ellos sí que quisieron competir conmigo y los vi por el retrovisor inclinándose sobre sus motos tratando de alcanzarme, dándole “pata” a sus maquinitas, hasta que fui ganando distancia y finalmente los perdí de vista o ellos vieron como yo me alejaba.
La única moto que me pasó –dos veces- y me dejó viéndolo el polvo, fue una Yamaha XT 660, ¡qué máquina! El tipo que la conducía llevaba puestas sendas botas de motocross, y aparte de admirarle la moto, pensé que esas botas debían ser muy incómodas para este tipo de viajes, son muy duras. Pero bueno, cada cual con lo suyo.
Y así, andando y andando, dejando atrás motos y motitos, fui también dejando atrás Pelaya, Pailitas y Curumaní hasta llegar a Bosconia (todavía en el Cesar) donde me detuve a repostar gasolina, agua para el camel bag y calcular mis promedios.
Había recorrido desde Aguachica 212 km, y eran las 3:30 de la tarde, así que mi promedio de velocidad era de 84 km/h, más o menos, es decir, había aumentado con respecto a mi promedio de la mañana. Me quedaban menos de 200 km a Santa Marta, manteniendo ese promedio, estaba seguro de que iba a llegar cerca de las 6 de la tarde.
Animado, monté la moto y agarré camino, esta vez con la convicción de no detenerme hasta llegar a mi destino. Más aún, cuando de Bosconia a El Copey, se encuentra uno con el letrero que da la bienvenida al departamento del Magdalena.
“Ya estoy aquí. Ya casi llego”, me dije.
Tras el sol canicular del medio día, la temperatura había descendido y transitaba algo más fresco. Pese a estar vestido como “astronauta” (donde cabía el chiste de “no sé por dónde se me está metiendo el calor”) la chaqueta y el pantalón tienen unas cremalleras que ayudan a ventilar el interior, de modo que si me mantenía andando, el calor no se sentía. Otra cosa era cuando paraba, pero bueno, me quitaba la chaqueta y listo.

Y con ese aire más fresco, con la moto rindiendo al máximo, rodando por esas rectas algo monótonas del Magdalena, llegué a Fundación (“fundición”, dicen algunos) y seguí de largo.
Cuando llegué a la Y de Ciénaga, sabía que ya estaba a un paso. Eso sí, a estas alturas del viaje, ya sentía el cansancio de tantos kilómetros acumulados, el viento chocando contra mi cuerpo pasándome factura. Decidí relajarme, bajar un poco la velocidad, seguir disfrutando del viaje y no correr riesgos por el simple afán de llegar.
Cuando el mar apareció ante mis ojos, iluminado por un sol que ya caía, sentí esa felicidad de estar cumpliendo mi primer objetivo: llegar a Santa Marta.
Por la vía por la que se llega a la capital del Magdalena y que va a Riohacha, el tráfico se hace más denso y hay que reducir la velocidad. Para mí estaba bien, pues además de conducir algo más relajado, me permitía disfrutar un poco de la vista del sol sobre el mar.
Hasta que apareció el letrero que señalaba mi destino: Rodadero a 5 km. Los cuales transité con paciencia y alegría.
A las 6:29 de la tarde, me detuve frente a la fachada del edificio donde me hospedaría. Había completado cerca de 800 km en poco más de 12 horas de camino. Y había pasado por 6 departamentos. Toda una maratón.
Esos 800, sumados a los que había hecho el día anterior desde que salí de Bogotá, totalizaban 984 km de carretera.

Llamé a mi mujer -que había viajado en avión una semana antes- para que bajara a recibirme y a tomarme la foto de rigor. Ella sabía que yo llegaba ese día, pero no que iba a hacerlo en moto. Cuando me contestó, le dije:
-Mi amor, estoy aquí, frente al edificio.
-¿Y por qué no llamaste para ir a recogerte al aeropuerto?
-Porque no vine en avión. Me vine en la moto.
-¡¿Qué?! ¡¿Estás loco?! ¡¿Cómo así que en la moto?!

Sí, mi primer viaje en moto.