martes, 28 de abril de 2009

HONDA CBF 150 - VIAJE A LA COSTA 2000 KM -PARTE 2

LA SEGUNDA JORNADA – MARATÓN DE 800 KM

Siempre me ha costado dormir en cama ajena y ésta no iba a ser la excepción. Aún así, cada vez que me despertaba me obligaba a dormir de nuevo pues tenía que estar descansado para la jornada que me esperaba. A las 5 de la mañana sonó el despertador y me puse en pie de un salto. Me metí a la ducha. Me vestí. Empaqué alforjas y con todos mis “aperos” me fui al parqueadero a preparar la moto.

Esa mañana amaneció lloviendo a cántaros. El techo de latas de zinc bajo el cual reposaba la moto, tenía hendijas y huecos por donde se colaba el agua, así que alcancé a mojarme un poco mientras montaba las alforjas y me preparaba para salir.

A las 6 de la mañana ya estaba en camino, con una luz tenue de amanecer ensombrecido por las pesadas nubes de lluvia. El asfalto ennegrecido por el agua, brillaba con el reflejo de las luces de los postes aún encendidas. Además, las luces de los camiones que venían en sentido opuesto, se convertían en destellos luminosos con las gotas de lluvia sobre la visera del casco.

Había que andarse con cuidado, a una velocidad más que prudente para evitar frenadas bruscas o que la moto se patinara, pues había que contar también con las manchas de aceite que eran invisibles a esa hora y con lluvia.

Era tal la cantidad de agua que caía y las nubes oscuras en el cielo, que pensé que iba a ser así todo el resto del camino y eso iba a hacer que mi viaje fuera lento y que quizás tuviera que volver a pasar la noche en un hotel de camino, postergando mi llegada a Santa Marta hasta el otro día. Además, eran unos 800 km por recorrer, y esa era mucho más de lo que se aconseja para una sola jornada.

Hasta Puerto Salgar la lluvia siguió cayendo, pero a medida en que el sol ascendía en el cielo y el día iba tomando forma, las nubes se iban dispersando, aunque no completamente, y la lluvia fue perdiendo intensidad.

Puerto Salgar es, quizás, el último pueblo de Cundinamarca en esta ruta. Después se encuentra un letrero que anuncia la entrada al departamento de Boyacá. Ya en Boyacá, encontré un restaurante de camino, un enorme parador antioqueño, donde me detuve a desayunar al mejor estilo paisa: “calentao” de fríjoles con arepa y huevos revueltos y una enorme taza de chocolate, rematando con un delicioso tinto oscuro endulzado con panela. Y otra vez a la carretera.



Aunque el día seguía algo oscuro y nublado, ya no llovía, y el calor había cumplido la labor de evaporar el agua y la carretera estaba seca, con lo que me atreví a acelerar un poco más, alcanzado sin problemas los 100-110 km, por hora.

En Puerto Boyacá me detuve un momento. Todavía me quedaba un cuarto de tanque de gasolina, pero aún así decidí llenarlo para no tener que andar en apuros más adelante, además de abastecer de agua mi camel bag.

De Puerto Boyacá a Puerto Serviez hay apenas 36 km que sumado a los 64 anteriores desde La Dorada significaban que había recorrido apenas 100 km y ya entraba en el departamento de Santander.

En alguna parte de este trayecto, me detuve a descansar un poco, a estirar las piernas y a tomar algunas fotos.



Luego pasé por Puerto Araujo. 54 km mas allá por Campo 23. Luego los Peroles. La Gómez y Puerto Lebrija.

Otra parada para descansar, estirar las piernas y más fotos, antes de llegar a San Alberto, atravesando brevemente (unos 5 km), el departamento de Norte de Santander)



Haciendo cálculos, hasta San Alberto (ya en el departamento del Cesar) había recorrido desde La Dorada 328 km en casi 5 horas de camino, pues eran poco más de las 11 de la mañana, lo que indicaba que mi promedio de velocidad había sido de 65 km/h más o menos.

Quedándome casi unos 450 km por recorrer, resultaba algo desalentador, pero igual estaba haciendo camino, disfrutando el viaje, así que decidí no preocuparme mucho por eso y dedicarme a viajar simplemente.

Esos 328 km, sumados a los del día anterior, me daban 503 km, así que era el momento de engrasar la cadena de la moto antes de reemprender el camino.



Llegué a Aguachica, más o menos la mitad del camino hasta Santa Marta, a las 12:09 del medio día. Allí me detuve en un restaurante que se veía aceptable, y almorcé un bistec a caballo con par de limonada naturales. El almuerzo fue coronado por un tinto oscuro y un pielroja sin filtro.

Cerca de la 1 de la tarde, ya estaba otra vez en la carretara. Me quedaban 401 km hasta Santa Marta, más o menos, y había recorrido 400 en 6 horas de camino, así que si me atrevía a llegar a Santa Marta, estaría llegando a eso de las 7 de la noche, manteniendo el promedio.

Sin embargo, el día había abierto del todo, la temperatura era alta y la carretera, además de estar en buen estado, ofrecía largas, interminables y poco transitadas rectas, así que podía acelerar un poco más y mantener una mayor velocidad promedio.

Y bueno, fue aquí donde probé y exigí la moto al máximo, pues me había decidido a llegar a Santa Marta ese mismo día.

Qué maravilla la CBF, sus 150 cc y sus 13 caballos de fuerza respondieron más que bien, llegando a darme hasta 120-123 km/h, en algunas rectas y descensos, eso sí, acomodando el cuerpo en una posición más aerodinámica, pero erguido y sin esforzar mucho la moto, la velocidad crucero se mantuvo entre los 105-115 km/h, más o menos.

Esto hizo que aumentara mi promedio de velocidad y fui recortando a la par con los kilómetros, tiempo estimado de llegada. Con eso, pude detenerme otras cuantas veces a descansar, estirar un poco y tomar algunas fotos.



En el camino, me fui topando con otros moteros que iban de viaje, la mayoría en motos pequeñas, de hasta 125 cc, vecinos de la región en tránsito corto de un pueblo a otro. Todos fueron quedando atrás.

En algún punto, alcancé a una pareja de novios, que iban también en una Honda CBF 150 y -como yo- de camino a Santa Marta, con ellos compartí carretera y velocidades de 110 km/h hasta que me detuve a descansar y ellos siguieron su camino. No volví a verlos.

También me topé con un par de viajeros en sus Pulsar 180 –primero uno y más adelante al otro-, a los cuales di alcance y a los que pasé, sin ningún afán competitivo, yo sólo iba en mi camino, andando a lo que me daba la moto.

Pero ellos sí que quisieron competir conmigo y los vi por el retrovisor inclinándose sobre sus motos tratando de alcanzarme, dándole “pata” a sus maquinitas, hasta que fui ganando distancia y finalmente los perdí de vista o ellos vieron como yo me alejaba.

La única moto que me pasó –dos veces- y me dejó viéndolo el polvo, fue una Yamaha XT 660, ¡qué máquina! El tipo que la conducía llevaba puestas sendas botas de motocross, y aparte de admirarle la moto, pensé que esas botas debían ser muy incómodas para este tipo de viajes, son muy duras. Pero bueno, cada cual con lo suyo.

Y así, andando y andando, dejando atrás motos y motitos, fui también dejando atrás Pelaya, Pailitas y Curumaní hasta llegar a Bosconia (todavía en el Cesar) donde me detuve a repostar gasolina, agua para el camel bag y calcular mis promedios.

Había recorrido desde Aguachica 212 km, y eran las 3:30 de la tarde, así que mi promedio de velocidad era de 84 km/h, más o menos, es decir, había aumentado con respecto a mi promedio de la mañana. Me quedaban menos de 200 km a Santa Marta, manteniendo ese promedio, estaba seguro de que iba a llegar cerca de las 6 de la tarde.

Animado, monté la moto y agarré camino, esta vez con la convicción de no detenerme hasta llegar a mi destino. Más aún, cuando de Bosconia a El Copey, se encuentra uno con el letrero que da la bienvenida al departamento del Magdalena.

“Ya estoy aquí. Ya casi llego”, me dije.

Tras el sol canicular del medio día, la temperatura había descendido y transitaba algo más fresco. Pese a estar vestido como “astronauta” (donde cabía el chiste de “no sé por dónde se me está metiendo el calor”) la chaqueta y el pantalón tienen unas cremalleras que ayudan a ventilar el interior, de modo que si me mantenía andando, el calor no se sentía. Otra cosa era cuando paraba, pero bueno, me quitaba la chaqueta y listo.



Y con ese aire más fresco, con la moto rindiendo al máximo, rodando por esas rectas algo monótonas del Magdalena, llegué a Fundación (“fundición”, dicen algunos) y seguí de largo.

Cuando llegué a la Y de Ciénaga, sabía que ya estaba a un paso. Eso sí, a estas alturas del viaje, ya sentía el cansancio de tantos kilómetros acumulados, el viento chocando contra mi cuerpo pasándome factura. Decidí relajarme, bajar un poco la velocidad, seguir disfrutando del viaje y no correr riesgos por el simple afán de llegar.

Cuando el mar apareció ante mis ojos, iluminado por un sol que ya caía, sentí esa felicidad de estar cumpliendo mi primer objetivo: llegar a Santa Marta.

Por la vía por la que se llega a la capital del Magdalena y que va a Riohacha, el tráfico se hace más denso y hay que reducir la velocidad. Para mí estaba bien, pues además de conducir algo más relajado, me permitía disfrutar un poco de la vista del sol sobre el mar.

Hasta que apareció el letrero que señalaba mi destino: Rodadero a 5 km. Los cuales transité con paciencia y alegría.

A las 6:29 de la tarde, me detuve frente a la fachada del edificio donde me hospedaría. Había completado cerca de 800 km en poco más de 12 horas de camino. Y había pasado por 6 departamentos. Toda una maratón.

Esos 800, sumados a los que había hecho el día anterior desde que salí de Bogotá, totalizaban 984 km de carretera.



Llamé a mi mujer -que había viajado en avión una semana antes- para que bajara a recibirme y a tomarme la foto de rigor. Ella sabía que yo llegaba ese día, pero no que iba a hacerlo en moto. Cuando me contestó, le dije:

-Mi amor, estoy aquí, frente al edificio.

-¿Y por qué no llamaste para ir a recogerte al aeropuerto?

-Porque no vine en avión. Me vine en la moto.

-¡¿Qué?! ¡¿Estás loco?! ¡¿Cómo así que en la moto?!




Sí, mi primer viaje en moto.

domingo, 26 de abril de 2009

HONDA CBF 150 - VIAJE A LA COSTA 2000 KM -PARTE 1

CRÓNICA DE UN VIAJE ANUNCIADO

LOS ANTECEDENTES
Hace poco más de un año cumplí un sueño que había postergado toda la vida: comprar una moto.

Claro, el sueño no era “comprarla”, sino tenerla, disfrutarla, montar en ella, sentir esa libertad de la que hablaban todos los moteros que conocía, la sensación de “viajar en el viento”, como un pájaro, tener alas.

Rápidamente entendí a qué se referían, y muy pronto ese sueño no sólo se convirtió en realidad sino que pasó a ser toda una pasión.

Mi primera moto fue una scooter de 125 cc con la cual hice “el curso”, o como quien dice: primero mi primaria.

Al principio, la moto no era más que un medio de transporte eficaz para sortear los inconvenientes de movilidad de una ciudad populosa y mal planificada como Bogotá.

Pero la pasión iba creciendo. Ya no era sólo un medio de transporte, sino que empezó a ser la excusa para aventurarse más allá de las calles urbanas. Empecé a salir a “rodar” por los alrededores de la ciudad. Hasta que tuve el deseo de aventurarme más lejos, emprender una verdadera travesía en moto, hacer un viaje de verdad verdad.

Pero la scooter, aunque una excelente máquina, no es propiamente una moto para carreteras, y mucho menos para la increíble geografía de nuestro país. Sus prestaciones podrían ser muy buenas para la ciudad y alrededores, pero lanzarse a las carreteras del país no parecía ser una buena idea.

Así que un buen día la vendí y hace poco más de un mes hice mi primer “upgrade”. Compré una moto de verdad, es decir, dejé la scooter automática y pasé a una moto de cambios y de mejores prestaciones. Compré la Honda CBF o más conocida como la Unicorn, me hubiera gustado comprar una moto más grande, pero así como había hecho la “primaria” con la scooter, decidí hacer el “bachillerato” con una de 150 cc antes de entrar a la “universidad” con una de media o alta cilindrada.

Y tras el primer mes con la CBF, adaptándome al manejo de una moto de cambios, y tras superar los primeros 1000 km de rodaje, decidí que al fin había llegado la hora de hacer el tan anhelado viaje y qué mejor que aprovechar la excusa de la Semana Santa para hacerme el viajecito a la costa. Serían cerca de 2000 km de carretera, una aventura soñada.


EL VIAJE – PREPARATIVOS.

Desde que empecé en esto de las dos ruedas me hice fan de los “foros” moteros, en los que gente con experiencia comparte sus conocimientos con otros que, como yo, apenas estamos empezando.

Entre las muchas cosas que aprendí en esos foros, el tema de los viajes fue siempre uno de mis temas recurrentes. Así me fui preparando durante un año para la aventura a la que iba a lanzarme.

Poco a poco me fui haciendo al “kit” de viaje. Primero la moto, claro, de aceptables prestaciones para carretera. Luego la indumentaria adecuada: un buen casco, guantes de cuero, una chaqueta con protecciones, pantalón con protecciones también y unas buenas botas.

Para la moto: además de tenerla a punto, unas alforjas, para empacar lo necesario, para lo cual fueron muy útiles los consejos y listas sugeridas de moteros curtidos en viajes. También compré un tank bag, cuya utilidad va más allá de tener un portamapas visible.



Sobre ese mapa, tracé la ruta que seguiría.

El día previo, llevé la moto a mi mecánico de confianza para que la dejará lista para el viaje: revisión de frenos y líquido de frenos, cambio de aceite, engrasada y tensión de cadena, presión de las llantas, etc.

En la noche, alisté las alforjas, y además de la ropa y objetos personales, empaqué aceite para engrasar la cadena cada 500 km, un despinchador automático, una bujía de repuesto, una guaya para freno delantero, una guaya del acelerador y una llave adicional de la moto, por si las moscas. Un limpiador de visera del casco y un antiempañante. Bajo el sillín de la moto, el juego de herramientas. A todo esto le sumé un camel bag para mantenerme hidratado en el camino y, por supuesto, la cámara de fotos.

Ah, una cosa más. Me colgué al cuello una placa con mi nombre completo, mi tipo de sangre y un teléfono de contacto en caso de accidente.



Finalmente, estaba listo para el viaje.


LA CARRETERA

Aunque hubiera querido madrugar y salir a echar carretera desde temprano, ese martes de Semana Santa tenía todavía un compromiso de trabajo impostergable, del cual me liberé cerca del medio día.

Aunque lo más sensato es que hubiera esperado hasta el miércoles para salir al despuntar el día, tantas eran las ganas -y todo estaba listo- que decidí salir pasado el medio día, con la intensión de ver hasta donde podía llegar antes de que cayera la noche y, de paso, probarme en mis primeros kilómetros de carretera, para ver ya al otro día cuantos podría llegar a hacer.

Fui a casa, me puse mi indumentaria de motero, monté alforjas y tank bag en la moto, y con el cuentakilómetros en cero, salí a cumplir mi sueño motero de hacer un viaje “de verdad verdad” casi a las dos de la tarde.



Atravesé la ciudad de oriente a occidente y tomé la carrera 80 para salir de Bogotá por la Autopista Medellín. Ya en carretera, fuera de la ciudad, el camino va en ascenso hacia el Alto del Vino, donde hice mi primera parada para degustar las delicias del lugar: almojábana y un masato de arroz.



El Alto del Vino marca el punto en el que comienza el descenso hacia las tierras más cálidas de la Provincia de Gualivá, por una carretera montañosa que serpentea, brindando el placer de esas curvas reviradas que se disfrutan tanto en moto.

La Vega, a 56 km de Bogotá, es ya un pueblo de “tierra templada”, por donde hay que pasar para ir hacia Villeta, 21 km más abajo. En este tramo, hay que tener cuidado, pues es una zona de derrumbes. Afortunadamente en mi camino no me topé con ninguno, aunque eso sí me tocó uno de esos chubascos que hacen de esta una de las zonas con mayor porcentaje de lluvias y humedad de la región. Por suerte, mi indumentaria es casi 100% impermeable (digo casi, pues todos saben que el agua “se abre camino”)

Pasando por Villeta y de camino a Guaduas hay que trepar al Alto del Trigo. La carretera –tanto en el ascenso como en el descenso- se encuentra en pésima condiciones, pues esta zona de la cordillera, además de los derrumbes, es propensa a los “hundimientos”.

Guaduas es famosa por ser la Villa de paso obligado de los nobles españoles de camino hacia Santa Fe en épocas de la colonia y por ser la cuna de Policarpa Salavarrieta. Allí me detuve para almorzar en un pequeño y típico restaurante en el marco de la plaza principal, adornada ese día para la procesión que aquella noche daba comienzo a la celebración oficial de la Semana Santa.



Luego de “cargar baterías” y de aprovisionarme de agua para el camel bag, volví a la carretera, igual en pésima condiciones, subiendo al Alto de la Mona para descender, finalmente, hacia uno de los puertos fluviales más importantes del país sobre las márgenes del imponente Río Magdalena: Honda, conocida como “la ciudad de los puentes”.

Como dato anecdótico, vale la pena contar que durante el descenso, en una de esas escasas rectas que se pueden encontrar en caminos de montaña, le di todo el gas que podía a la moto -una 150 cc-, alcanzado sin problemas los 120 km/h. Lo anecdótico no fue la velocidad alcanzada, sino que un par de Policías de Carretera me detuvieron por exceso de velocidad teniendo como prueba la foto que me habían tomado con el radar de carreteras.

Pero al detenerme, mientras me quitaba casco, guantes y sacaba mis “documentos y los de la moto”, los policías repararon en el equipaje de viaje y en mi indumentaria y eso, por alguna razón, les llamó tanto la atención que empezaron a preguntarme por mi viaje y otras cosas al respecto, olvidándose de los documentos y de la multa.

Al final, me despidieron deseándome suerte en mi aventura hacia la costa, advirtiéndome, eso sí, que tuviera cuidado con los excesos de velocidad: “sí señor agente, tiene usted toda la razón, y muchas gracias”. Luego de echar a andar, me arrepentí de no haberles pedido una copia de la foto que me tomaron; lástima pues la moto había quedado “inmortalizada” en plena acción y a 120 km/h. Pero bueno.

Poco después llegué a Honda. Allí sólo me detuve para hacer la foto de rigor y estirar un poco las piernas, antes de seguir mi ruta hacia La Dorada.



De Honda a la Dorada, ya se han dejado atrás las montañas y se discurre en plano sobre una vía con apenas curvas.

Al llegar a La Dorada, una de las ciudades más calientes del país, he recorrido poco menos de 200 kilómetros, realmente nada, al menos frente a los casi 1000 del recorrido inicial, algo así como la quinta parte.



Pero aquí enfrento el dilema de parar o seguir adelante. Eran casi las seis de la tarde, en poco iba a oscurecer, y no tenía pensado hacer carretera de noche. Además, seguir adelante significaba parar por allá en Puerto Libre o Puerto Boyacá y no estaba seguro de querer pasar allí la noche, así que me decidí a quedarme en La Dorada y arrancar al otro día madrugado.

Entré a La Dorada, me dejé llevar por mi intuición y fui a dar cerca del Terminal de Transporte. Me acerqué a dos agentes de policía (mi experiencia reciente me decía que tendría suerte con ellos) para solicitarles me indicaran en donde poder pasar la noche, bueno, bonito y barato.

Y no me equivoqué al hacer esta pesquisa, pues al igual que sus dos compañeros de carretera, estos también se interesaron mucho en la experiencia del viaje, y además de preguntar por alforjas, tank bag y otras cosas acerca de la moto, ellos mismo me escoltaron en su GS500 blanca con verde, a un respetable hotel y me recomendaron con el administrador.

Qué gesto señores, y uno hablando mal de los “tombos”. En menos de 200 km había tenido una doble experiencia con estos señores y ambas fueron de lo más simpáticas. A veces uno se olvida que estos señores son seres humanos y que tienen intereses y curiosidades como cualquier ciudadano de a pie, o de moto.

Así cumplí mi primera jornada en este viaje. No había recorrido muchos kilómetros, pero habían sido alegres y divertidos. Me registré en el hotel. Guardé la moto en el parqueadero. Baje alforjas. Me encerré en el cuarto. Me duché. Me cambién. Y salí a tomarme un par de cervezas. Luego fui a comer. Volví al hotel. Hice algunas llamadas de rigor. Me puse a ver televisión y muy temprano me dispuse a dormir, tras poner el despertador del celular a las 5 de la mañana.