domingo, 6 de diciembre de 2009

LA ILUMINACIÓN EN MOTOCICLETA

Viajar afuera es viajar adentro. Una cartografía del espíritu es posible si se rastrean los pasos de cada hombre por el mundo. Por eso viajar es también una aventura espiritual. Los caminos del mundo son también los caminos del alma. Y formas de viajar hay muchas. Yo he probado varias. Pero una de las que más he disfrutado en mi vida es a lomo de mi moto. Primero fue mi "elite", en la que los viajes fueron más bien pequeños, como un paseito al corazón de mí mismo. Luego vino mi CBF, la de mis más recientes aventuras, y con ella hice viajes más profundos hasta llegar a las zonas más oscuras de mí mismo. Y en busca de iluminarlas con un rayo de luz divina, decidí hacer el que sería -sin saberlo- el último viaje con ella, pues a mi regreso la vendería. Pensando en un lugar ideal para mi aventura espiritual, escogí el Monasterio de La Candelaria, cerca a Ráquira, donde existe una comunidad muy antigua de Agustinos Recoletos, o mejor conocidos como "los monjes de desierto".

El destino de mi viaje no era el monasterio en sí mismo, el monasterio y sus monjes serían sólo "el medio" para llegar a mi destino que debía ser un encuentro espiritual con DIOS*

El otro medio era mi motocicleta.

Salí el jueves cerca de las 11 de la mañana. Me detuve a llenar el tanque de gasolina en la Terpel de la Autopista Norte. Cuatro galones y algo más por los que pagué 30 mil pesos más la propina.



Acelerando a fondo por la doble calzada que poco a poco va tomando forma en esta vía, la moto me fue soltando entre 100 y 115 km/h dependiendo de las condiciones del tráfico o del viento, en alguno que otro descenso alcancé a ponerle como 119 km/h, cosa que me sorprendió pues esta moto carburada es algo "amarrada" en la altura. Luego de pasar Briceño, Tocancipá y alguno que otro pueblo que no recuerdo ahora hay por esa vía, me detuve en el Sisga a estirar las piernas, a comer empanada de trucha y a tomar la foto de rigor.



Media hora de descanso, de contemplar el paisaje y de nuevo a la autovía. La sensación del viento golpeándome, la velocidad del paisaje pasando ante mis ojos y el motor vibrando entre mis piernas, acompañaban las reflexiones de mi cabeza metida dentro del casco como dentro de una burbuja.



El altiplano cundiboyacense, parte de la cordillera de Los Andes, un paisaje de ensueño. Yo iba en mi moto como antes otros lo hicieron a caballo, españoles conquistadores o colonos o criollos revolucionarios, y antes de ellos hombres de a pie, los hombres "rojos", nuestros antepasados indígenas.

Y rodando en mi moto, me encuentro con algo de ese pasado, el famoso Puente de Boyacá donde (eso nos dijeron) se selló nuestra independencia, aunque todavía no la veamos.



El que no lo conoce, y oye hablar de este lugar, se imagina un PUENTE sobre un RÍO, pero cuando uno llega allí se siente algo defraudado, pues el PUENTE es apenas un "puente" y el RÍO no es más que una quebrada. Pero bueno, a la entrada dice "Monumento Nacional", y aunque sea pequeño la palabra MONUMENTO lo hace más grande.

Un par de kilómetros adelante de este MONUMENTO NACIONAL, hay un desvío que me gusta tomar cada vez que voy para "la villa", pues no me gusta mucho la ruta por Tunja y prefiero esta vía secundaria, que atraviesa la campiña boyacense. Además, en moto, se disfruta más pues es una vía que serpentea entre colinas, curvas y más curvas. Y alguna que otra cosa bonita y curiosa como este paso a nivel, por donde pasa un tren imaginario.



Poco a poco la verde campiña se va tornando árida y seca, el cielo se va limpiando de nubes tornándose más azul, el viento escasea, el calor aumenta y así sabe uno que va acercándose a las tierras muy especiales de la villa.





La Villa de Leyva, bella y famosa desde los tiempos de la colonia. Aquí se han hecho películas y series de televisión. Me detengo un momento, no sólo a tomar esta foto, sino a darle un descanso a mi moto, pues en un pueblo sembrado de piedras, las suspensiones le duelen, como a mí me duele el culo después de tres horas y media de viaje.



Hay que almorzar, pero antes de eso, me paso un momento por la Plaza Ricaurte.



Don Antonio Ricaurte. Oriundo de este pueblo. Famoso por que en San Mateo "en átomos volando".



Después de saludar a Don Antonio, me fui a almorzar, como ya es costumbre, en los "caracoles", ahora no recuerdo si son tres o cuatro, pero caracoles en todo caso. Luego subo a la montaña de Don Pablo, maestro y amigo que va a recibirme en su casa esa noche.

Agradezco a Don Pablo su hospedaje, su cariño, su amistad, y los buenos consejos que me dio para mi viaje interior. Un abrazo. Subiendo a casa de Don Pablo, tomé está foto de la villa allá abajo.



Muy temprano en la mañana salí de la casa de Don Pablo, tras haber hecho ejercicio y meditado. Desayuné en el pueblo y luego seguí camino para Ráquira. Bello pueblo, famoso por sus artesanías, especialmente las hechas en barro. De hecho, Raquira, en lengua indígena, signfica "pueblo de ollas".





En Ráquira paré un rato a comer una ensalada de frutas, antes de empreder camino hacia "el desierto"



No es propiamente un desierto, o no, entendido como uno se imagina un desierto, tipo Sahara, Arizona, La Guajira, pero hace calor y es bastante seco.



Allí, en lo que se conoce como "el desierto de La Candelaria", en 1604 el padre Mateo Delgado fundó el Monasterio de La Candelaria.



"Mira en tu interior, porque en el hombre interior reside la verdad" - San Agustín.

No conocía esa frase de San Agustín, pero era a mirar en mi interior, a lo que había ido a ese lugar.

No pienso relatar aquí mi experiencia en esa búsqueda, pues estos son caminos que se transitan en solitario, pero quiero compartir algunas de las fotos que tomé en este lugar.







Del viernes al domingo estuve en mi búsqueda y reencuentro. Puedo decir, eso sí, que fue una aventura maravillosa. Volví a montar alforjas en mi moto. Emprendiendo nuevamente el camino.



Atrás quedaba el monasterio, pero conmigo venía la experiencia allí vivida. No digo que "me iluminé", pero sí puedo decir que "iluminé" esos rincones de mi ser que no podía ver. Y recordé quién soy, de dónde vengo y para dónde voy.



Y así, feliz, rehago el camino de regreso...



... para hacer la ruta por Chiquinquirá y así completar el circuito de la villa.



Pero antes, me detengo un momento en la plaza de Ráquira para tomar esta foto. Estoy casi seguro que es la única fuente en Colombia donde se puede orinar.



Y ahora sí, salgo de Ráquira por la vía a Chiquinquirá y tardo dos horas y media en llegar a Bogotá. Pero aunque llego a casa a ducharme y descansar, el viaje no ha terminado.

***
Pido excusas por el pretensioso título de esta lacónica crónica. Si alguien quisiera leer algo de verdad, podría recomendarle tres libros:

*"El Zen y el arte de la mantención de la motocicleta"
*"Dios regresa en una Harley"
*"El monje del Ferrari rojo"

Los dos primeros los leí y puedo dar fe de ellos. El último no lo conozco, pero lo incluyo en mis recomendaciones porque entiendo que no a todos les gustan las motos :)

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* DIOS no es el nombre de una "deidad", DIOS es el nombre de aquello en lo que uno crea.

martes, 20 de octubre de 2009

CRÓNICA GRÁFICA VIAJE AL EJE CAFETERO

Lucho, Luisa y yo, entre Mosquera y Faca, arrancando el viaje al Eje Cafetero.




Mi CBF con todo el equipaje, me gusta decirle: "mi honda viajera"




Este es el paisaje de la cordillera subiendo al Alto de Letras, arriba del Fresno, tierra de mis abuelos.




Ya en la finca, 26 motos de los MOTOEXPERTOS, el Encuentro era un hecho.




26 motos por las vías cafeteras, todo un espectáculo.



Así saludan los moteros del mundo. Así saludan los MOTOEXPERTOS.
La imagen fue tomada en una calle de Santa Rosa de Cabal.




Las 26 motos y al fondo la finca del Encuentro MOTOEXPERTOS.




Los MOTOEXPERTOS. Una imagen para recordar.




Ya de despedida, una foto con el anfitrión: Santiago.




La trocha de acceso a la finca.




Y el paisaje de la zona, espectacular.




Así se veía la CBF en la trocha, de subida.




Definitivamente, no hay nada como "endurear"




El viaducto de Pereira, impresionante.




Esta es mi foto de postal: el viaducto.




Luisa y mi honda viajera.




Los tres que salimos juntos, los mismos tres regresando.




Mi honda viajera en el Espinal.

lunes, 4 de mayo de 2009

HONDA CBF 150 - VIAJE A LA COSTA 2000 KM - PARTE 4

EL REGRESO

El lunes siguiente ya tenía que estar en Bogotá para una reunión de trabajo que sería a las dos de la tarde. Esa semana, el miércoles, se había dado inicio al paro de transportadores, así que pensé que lo mejor era salir con tiempo suficiente para llegar a Bogotá sin apuros, no fueran a bloquear las vías y me tomara más tiempo llegar a la cita de trabajo. Decidí, pues, que saldría el viernes madrugado. Si todo iba bien, llegaría el sábado a Bogotá y tendría un día (el domingo) para reponerme del viaje antes de comenzar con la semana laboral.

Puse el despertador a las 5 de la mañana del viernes y lo primero que hice fue tomar una foto desde el balcón del apartamento de ese amanecer sobre El Rodadero.



Luego hice los ejercicios recomendados para antes de treparse a la moto. Desayuné frugalmente con cereal y algo de frutas. Empaqué las últimas cosas en las alforjas. Puse agua en el camel bag, y esta vez decidí que no lo llevaría colgado a la espalda (como en el viaje de ida) sino que lo pondría dentro del tank bag (que además tiene una salida especial para la manguera) pues no quería que me hiciera peso ni que aumentara el calor en mi espalda.

Antes de salir del apartamento con todos los “aperos”, tomé la última foto desde el balcón a la hermosa bahía de El Rodadero, que se veía así:



Bajé al parqueadero. Monté las alforjas en la moto. El tank bag. Me puse el “corrector de postura” que había comprado días antes en Santa Marta para ayudarme a mantener la postura ideal durante el viaje y mitigar en algo el posible dolor de espalda que me había acosado durante el largo trayecto de ida. Me puse la chaqueta (con sus ventilaciones abiertas), los guantes de motrocross (menos abrigados que los de cuero) y adiós pues.

Fui al cajero para sacar dinero para el viaje. Llené el tanque de gasolina y me hice a la carretera, alrededor de las 6 de la mañana.

Pasé por Mamatoco, todavía bordeando la costa caribeña. Luego llegué a la Ye de Ciénaga y me despedí del olor y la brisa marina, pues a partir de ese punto ya se va hacia el interior del país. Luego vinieron Fundación (“fundición”, ya lo dije) y Si Dios Quiere (así se llama este pequeño caserío)

Increíblemente, con todo y que había paro nacional de transportadores, el tráfico en carretera esta vez estuvo más congestionado que en el viaje de ida. Largas filas de tractomulas y camiones hacían difícil los adelantamientos y mantener un buen promedio de velocidad.

Así, pues, al cabo de casi 3 horas de viaje y de 189 km, dejando atrás el Departamento del Magdalena y entrando al Departamento del Cesar, llegué a Bosconia, donde había decidido hacer mi primera parada “técnica”.



Busqué un restaurante más o menos decente y bajé a desayunar. Un "RESTAURANT CHUCUREÑO”, decía el letrero, con “sazón 100% santandereano”. Caldito con papa, carne asada con yuca, un tinto oscuro, y la foto de rigor.



Y de nuevo a la carretera.

El sol ascendía en el cielo. El calor crecía. La temperatura era ideal para exigir la moto a fondo, que se “refrescaba” con el aire que le entraba al motor a toda velocidad. Además, esas interminables rectas permiten abrir a full el gas (aunque, por momentos, el tráfico pesado lo impedía)

Sin embargo, también el aire juega en contra, pues la poca protección aerodinámica que ofrece la moto hace que el viento choque sin compasión en la pobre humanidad del motociclista.

Además, discurriendo por esas llanuras del Cesar, donde todo es sabana y carretera, sin montañas, sin nada que refrene el viento, éste viene desde todos los lados. La mejor manera de explicar la forma en que esto ocurre, es el nombre del primer pueblo por el que se pasa después de pasar por Bosconia: Cuatro Vientos.

No se trata sólo de que en este punto se abran cuatro vías para cuatro destinos diferentes, es que en este punto (y creo que en casi todo el camino hasta San Alberto) el viento llega desde cuatro direcciones a la vez: norte, sur, oriente y occidente. Todos confluyendo, chocando contra uno.

Ya había leído en foros y oído comentar a moteros sobre el tema del “viento cruzado”, que incluso puede llegar a desestabilizar la moto y en algunos casos mandarlo al suelo. Esto sin contar con las ráfagas de viento que arrastran las grandes tractomulas cuando pasan en sentido opuesto. Esto obliga a que haya que sostener la moto, a equilibrarse haciendo fuerza en los posa píes o a tomar una posición aerodinámica para evitar los embates del viento. Y claro, todo esto pasa factura, generando cansancio prematuro.




Por fortuna no tenía afán y puesto que había decidido que en este camino de regreso me detendría a pasar la noche en Bucaramanga, pues tenía el tiempo para detenerme a descansar y a hacer los ejercicios recomendados para los largos trayectos en la moto.





Así pasé por San Roque, Curumaní, Las Vegas, (el pueblito, no la ciudad de los casinos) y antes de llegar a Pailitas, en algún punto del camino, me detuve a descansar bajo la sombra de un árbol. Ejercicios de estiramiento, un pielrojita sin filtro y la foto, sí señor.



Luego vinieron, ahí sí, Pailitas, después El Burro, Pelaya, La Mata y finalmente Aguachica, donde había decidido detenerme a almorzar en el restaurante en el que había almorzado en el viaje de ida, pues probado estaba que era bueno. Llegué a las 11:55, así que antes de almorzar me baje dos limonadas bien frías, descansé un poco y luego sí ordené cazuela de mariscos.

Vi las noticias del medio día (ya empezaban a hablar de la “gripe porcina”, hice algunas llamadas telefónicas y como me había llevado una guía hotelera de Bucaramanga, también hice algunas llamadas para averiguar tarifas y reservar para esa noche. Al final, tintico oscuro y otro “peche” antes de reemprender el camino.

Mientras me alistaba para salir y llenaba el camel bag, conversé brevemente con una pareja de esposos que también andaban de viaje en su moto, creo una GS 125 aunque no estoy seguro. Ellos venían de Cúcuta, por la vía de Ocaña, viajecito de un día, pero tenían ganas de hacerse alguna vez un viaje más largo, por lo que les llamó bastante la atención el “juego de maletas” de mi moto y sobre las cuales me hicieron preguntas. Nos despedimos, cual cofrades de una secreta religión, deseándonos la mejor suerte en nuestros respectivos caminos.

Pasada la 1 de la tarde, volví a las interminables rectas del Cesar, a las fuertes ráfagas de viento golpeando contra mi pecho. Y la verdad es que esta vez, con poco menos de 400 km, a diferencia de los 600 u 800 de mi maratón de ida, ya me sentía bastante agotado, el cuerpo me dolía, y hasta llegué a pensar que quizás lo mejor sería pasar la noche en San Alberto.

Igual, decidí hacer camino y más adelante ya vería. Pasé por Agua Clara, Morrison, San Martín, Líbano, y cuando faltaba poco para llegar a San Alberto, ¡zas!, la moto perdió fuerza, desaceleró y se apagó de golpe. ¡Mierda, se me acabó la gasolina! Ah, pero la moto tiene reserva. Gire la perilla, y con la reserva llegué a una estación de Terpel, que está justo antes de la desviación donde se abren las vías que llevan a Bogotá por la Dorada o por Bucaramanga, donde me detuve a tomar la foto de camino.





Siguiendo adelante llegué a San Alberto. Me detuve a mirar el mapa, y como me faltaban apenas unos 100 km para llegar a Bucaramanga, decidí dejar el cansancio a un lado y cumplir con la meta que me había impuesto.

Sin embargo, después de San Alberto y de camino a Mal Paso y El Playón, la carretera deja atrás las llanuras y rectas del Magdalena y del Cesar y comienza su ascenso hacia la Cordillera Oriental.



Increíblemente, todo el cansancio desapareció de golpe. Primero, porque ya no había ráfagas de viento que me golpearan, pero sobre todo porque con el ascenso a la cordillera atrás quedaba la monotonía de las rectas y empezaba la diversión de las reviradas curvas de montaña.

Acelerar, frenar (freno motor en la mayoría de los casos), cruzar a izquierda, luego a derecha, una curva tras otra, en segunda, en tercera, en cuarta, un ascenso, un descenso, una pequeña recta, otra curva, tumbar, mirar la salida de la curva, acelerar, salir, tumbar de nuevo, y el paisaje: árboles, montañas, quebradas, ríos, y el clima más fresco.

Tanto me divertí en este tramo, que no sólo se me olvidó el cansancio sino el destino, así que cuando apareció Bucaramanga sentí pesar de que el camino no se prolongara un rato más. Pero en fin, serían poco más de las cuatro de la tarde, cuando llegué a mi meta de ese día.

Había visto un mapa de Bucaramanga, así que traté de seguir la ruta que me había hecho mentalmente, por la circunvalar buscando un retorno que me devolviera a la calle 36. Igual, para no perderme, cuando alcancé una patrulla de la policía, me les hice al lado y les pregunté por la ruta hacia el centro.

Ellos me dieron las indicaciones para llegar al retorno de la Terpel y subir por la calle 45, y como me había venido ocurriendo durante todo el viaje, los policías tuvieron curiosidad por mi aventura, me preguntaron por la moto, las maletas, la ruta que había hecho, los kilómetros acumulados, y tras responderles y despedirme, uno de ellos me dijo “Bienvenido a Santander”, en su inconfundible acento santandereano, “mano”.

Seguí la ruta indicada para llegar al centro, y ya allí busque la dirección del hotel donde había reservado, el Hotel Ruitoque. El portero, muy amable, me abrió el parqueadero. Dejé la moto. Subí a registrarme. Luego bajé a ponerle grasa a la cadena de mi moto (ese día había hecho cerca de 563 km desde Santa Marta) Desmonté alforjas. Subí a la habitación. Me duché. Me recosté un rato en la cama. Me cambié y salí a dar una vuelta por la plaza principal de Bucaramanga.



Mientras oscurecía, comí algo en una terraza en el marco de la plaza, al lado de una sede de la UIS. Allí estuve casi una hora, descansando y mirando el movimiento de ese viernes en el centro de esa ciudad capital. Luego salí a tomar un par de fotos de “La Sagrada Familia”, nombre de la catedral de Bucaramanga.



Regresé al hotel. Conecté el portátil. Leí y escribí algunos mails. Y me puse a ver televisión, sobre todo fútbol. Finalmente, entre las nueve y las diez de la noche di fin a esa larga jornada, cayendo rendido en brazos de Morfeo, con el despertador listo a sonar a las 5 de la mañana.