martes, 29 de enero de 2008

LOS MARES SON ETERNOS

A bordo del Saint Michel, 20 de marzo de 1869.

Querido Alejandro:
Ha ocurrido nuevamente. En medio de la confusión en que ya sabes suelo quedar, acudo al genio y amigo que en tantas ocasiones bien me ha aconsejado. Aun en estos momentos, suelo recordar con intensidad los días de mis primeras obras en que con gran inteligencia me obligaste a un derrotero más vasto para así dar forma al múltiple fantasma que me agobia. Y después, con la amistad que construyeron los años, cuando descubriste en mí el tamaño de esa fuerza avasallante, confiando en mi propio genio sin abandonarme. En fin, espero sepas nuevamente escuchar mi voz -que no oigo- tras estas febriles líneas.

A bordo del Saint Michel (rumbo al puerto de Marsella, donde me esperan algunos amigos) he pasado las últimas horas de mi viaje, encerrado en mi camarote, leyendo unas bitácoras que en nada mitigan mi desdicha. Pero antes que explicártelas, amigo, debiera contarte lo que ha ocurrido. Pocos minutos antes que clareara, extrañamente impaciente, salí a caminar a cubierta con el ánimo de que la suave brisa marina me sosegara; había pasado las horas del amanecer garrapateando desordenadamente estos cuadernos alucinados.

En un instante, con las primeras luces del alba y muy inquieto, alcancé a divisar la costa oeste de Islandia y mi atención inmediata se centró en esa bandera ondeante que reconocí al punto, desconcertado y confundido, como la bandera de la Armada Naval de los Estados Unidos; entonces un inexplicable sentimiento de orgullo se anidó en mi pecho. La observé cuidadosamente agitándose muy cerca de mí, el frío viento golpeaba con fuerza y por unos instantes entreví, en la bandera ondeante, el inquieto furor de las velas. Traté entonces de recomponerme ya que en ese momento sentía arreciar esta fiebre que aun ahora persiste. Miré entorno para salvarme, sin embargo el mar Mediterráneo había desaparecido, habían desaparecido las velas y las maderas del velero, sustituidos a su vez, como los vestigios de un sueño, por las líneas concretas de una realidad metálica: el Saint Michel había desaparecido.

Caí en un sopor oscuro como en un desmayo. Al recuperarme, nuevamente en mi camarote, mis labios martillaban las sílabas de un nombre: Ivone, Ivone. Enfrente mío estaba sentado un hombre joven de rostro sereno, lo reconocí al instante: era el segundo comandante de abordo, el Capitán de Corbeta Frank M. Adams. Digo lo reconocí, pero no es más que parte de la confusión. El capitán Adams no era realmente el segundo del Saint Michel si no el segundo al mando del Nautilus. Bien sé que estos nombres nada han de decirte, pero irás entendiendo. Supe entonces que debía obligarme como siempre, que no podía permanecer sometido a mi fiebre e hice el último intento por liberarme. Lo que sucedió no fue menos extraño, pese a ser ya una costumbre.

Me deshice del sopor, decidido, y mirando gravemente al capitán Adams, con una voz casi que fingida, le pedí su parte. Comandante -me dijo con solemne felicidad-, solamente esperamos sus órdenes para arribar a la Base Naval de Portland, donde nos esperan. Esta respuesta no me satisfizo, sin embargo me entregaba la certidumbre de saber a qué enfrentarme. Con disimulado aplomo le pedí dejarme solo con la aparente intención de terminar mis bitácoras. Antes de salir me preguntó si me encontraba bien a causa del desmayo que había sufrido; inventé para él algunas tranquilas excusas. Ya solo, tuve que aferrarme al poco sentido común que me quedaba y, con esa frialdad metódica que ya conoces en mí, me dispuse a ordenar mis débiles pensamientos. Sabía, por algún exceso de responsabilidad, que mi primera obligación era llevar el Nautilus al final de su misión, así que me olvidé por completo del Saint Michel y de la tan anhelada costa francesa que se había trocado por la fría costa de Islandia.

Amigo, hasta ahora no he hecho otra cosa que narrarte una cadena de sucesos que demuestran, nada más, el carácter caprichoso de mis fantasmas. Pero ¿cuántas veces, juntos, hemos insistido en ese desprecio por las apariencias? Sólo quedaba entonces el siguiente paso: deshacerme de las trampas de mi fiebre que entorpecían mis actos. Los hombres flotamos en el ámbito de esa fácil frontera que confunde lo real con lo posible, pero de igual manera, apunten a donde apunten nuestras razones, somos responsables de nuestros actos. Así, pues, tomé con tranquilidad las bitácoras que permanecían sobre mi escritorio (ahora a bordo del Nautilus) y las leí sin apuro.

Estaban escritas fácilmente y con un lenguaje nada cercano a esa alucinada impaciencia con que las había redactado. De la manera más escueta y clara estaban detallados en ella (¡de mi propio puño y letra!) los pormenores de la misión Sunshine, que debía llevar al Nautilus desde Seattle, en la costa noroeste de los Estados Unidos, hasta la Base Naval de Portland, en Inglaterra, atravesando el casquete polar ártico. Me sorprendí a mí mismo por la tranquilidad de aquellas líneas que, de ser sinceras, representaban en mí un carácter más templado que el que había pensado. Por un instante, durante su lectura, me sentí impresionado por la brusquedad con que me reconocía, pero de algún modo facilitaba la disposición de mis siguientes actos. Me queda la certeza de haber hecho lo correcto.

Entonces, ya fortalecido respecto de mis responsabilidades inmediatas, ordené a un marino llamar a mi camarote al capitán Adams. Cuando estuvo presente le miré fijamente y le pregunté cuáles eran sus razones para arribar a Portland. Sabía que esta era un pregunta ambigua, pues teníamos órdenes directas del presidente de los Estados Unidos Dwight D. Eisenhower, pero el interés de mi pregunta radicaba en la actitud que esperaba leer en mi segundo. Un destello de sorpresa le asomó a los ojos, pero respondió sin miramientos y mucho orgullo: "Hacer de la Armada Naval de los Estados Unidos la más poderosa del mundo, Señor.". Sabía que esa iba a ser su respuesta. ¿Te das cuenta, Frank -le dije en un tono más personal-, que se trata de un arma de guerra? Le vi palidecer por un segundo, confundido por la gravedad del tono en mis palabras: había logrado lo que quería. Inmediatamente le invité a sentarse y le mostré algunos apartes de las bitácoras que previamente había señalado para él. Todas eran descripciones, digamos, sensoriales de las cosas que habíamos vivido y compartido juntos, durante aquellas jornadas a bordo; las leyó, no sin cierta prevención.

Lo que me proponía era inyectar en el capitán Adams, algo de esa desconocida desazón que me producía el hecho de ser el primer comandante de un submarino atómico, el primero de su especie en toda la historia. Quería compartir con él la aventura íntima de navegar en las oscuras profundidades del corazón. Prácticamente la misión estaba terminada, en pocas horas celebraríamos el triunfo de una Armada Invencible, sin embargo, para mí, la aventura apenas comenzaba pues lo que mis ojos habían tenido el privilegio de contemplar (y que revelaban las bitácoras) me dejaba a merced de un sueño más altruista que los caprichos de la guerra.

El capitán Adams terminó su lectura. Frank -le dije- aun a 3.000 kilómetros de distancia uno de nuestros proyectiles Polaris puede reducir a nada el Farway Rock, esa fabulosa mole de granito que corona el estrecho de Bering. ¡Pero, William -dijo asustado-! Todas, todas las cosas -proseguí- que han visto nuestros ojos, todas las maravillas que atraparon nuestros ojos a 200 metros de profundidad en un mar congelado; toda esa vida y esa belleza puede quedar reducida a escoria el día en que alguien, por tan sólo una fiebre, haga del Nautilus -y de otros como él- la más poderosa arma de guerra. La verdad no quiero imaginármelo. Entonces hice silencio y nos miramos gravemente.

El capitán Adams y yo nos conocíamos de muchos años, habíamos sido condiscípulos en la Escuela Naval de New London en 1944. Durante los días de licencia solía visitarnos a mi esposa Ivone y a mí, en nuestra casa cerca de la base naval donde pasábamos buenas temporadas de descanso. Entonces hablábamos, compartíamos los miedos reales y las alegrías de nuestros logros, ascensos, misiones. Hablábamos de la vida y, juntos los tres, soñábamos hijos. Por eso mismo sabía que nada podía decirle de mi confusión y de mi fiebre que había ido creciendo los últimos días de la travesía, pues en mi sueño de muerte (que formaba parte de la confusión) realmente deseaba que, llegado el momento, él asumiera mi cargo. Con un silencioso ademán le hice que me siguiera. Juntos llegamos al puente de mando donde parte de la tripulación esperaba alborozada. Inmediatamente ordené un viraje de 180º y que a una velocidad de 20 nudos hiciéramos una inmersión a profundidad de 300 metros. El desconcierto fue general, por un instante algunos esperaron una contraorden. El capitán Adams se mantuvo sereno y confiado. Sin entender nada se cumplieron mis órdenes.

Cuando llegamos a esa profundidad a la que no habíamos bajado en toda la travesía, sabíamos que se habían cortado las comunicaciones, incluso que los radares de Portland no nos captaban: sencillamente para ellos habríamos desaparecido. Como comandante de una misión especial sabía que este acto debía acarrearme problemas con el almirantazgo. La verdad me importaba muy poco. Ordené que se apagaran los reactores nucleares. Con el submarino suspendido en la noche marina, me dirigí a toda la tripulación.

"Señores -empecé-, a bordo de esta fabulosa nave hemos pasado los últimos meses de nuestras vidas y, a pesar de los más profundos temores, los últimos doce días han sido el triunfo de nuestro tesón y el fortalecimiento de nuestro orgullo. A muy pocos seres humanos les ha sido dado el privilegio de participar de las hazañas de la historia, el grande honor de ver y oír lo que aquí ustedes han visto y oído. Sin embargo no voy a felicitarlos, que les baste con que su nombre hará parte en los anales de la primera tripulación del Nautilus, que les baste el orgullo de saber lo que ya saben. Otras misiones más importantes les deparará la vida, algunas en que bien poco importarán las letras de su nombre. Como comandante, comparto con ustedes el orgullo y el honor, pero, como individuo, son míos y de nadie más las riquezas que en esta inmensidad he podido atesorar, las visiones de un mundo maravilloso que me ha sido revelado y las ganancias de las enormes trampas que mi alma se ha visto obligada a afrontar. Les he traído a este punto de la nada, en las entrañas de esta nave, para que el silencio inconmensurable de las aguas les permita reflexionar sobre los pormenores de su aventura personal. Hasta este punto hemos sido nada más que exploradores, en pocas horas daremos a la Armada Naval de nuestro país una de las más poderosas armas de guerra, quienes retornen al Nautilus como parte de su tripulación no volverán a ser aventureros, los ojos no verán las mismas cosas. En adelante abordaremos con el ánimo del soldado, dispuesto para la guerra." Así hablé a aquellos hombres a quienes no conocía, que no me conocían, con las palabras de esta triste elocuencia que he tratado de transcribirte tal como las di; la fuente de la que brotaban es la misma que ahora me dicta esta carta.

Alejandro, esto -lo sabes- ha ocurrido muchas veces y por lo mismo ya deberíamos estar acostumbrados; pero se que aún en ti no deja de agitarse la sorpresa de saber con cuánta facilidad puedo vivir las vidas de los otros. ¿O quizás debiera decir lo que siento, la facilidad con que los otros viven mi vida? El capitán William Anderson, se había adueñado de mi fiebre, para que sus torpezas o aciertos fueran los míos. ¿Acaso imaginaba, al aceptar la misión y haber zarpado ese célebre 2 de agosto de 1958, que su propia aventura debía, en un instante, ser la mía? ¿Tal vez en su dolor profundo, como las aguas, convocó mi desordenada existencia para dejar en mi vientre los dolores suyos?

Lo que sucedió después ya fue sencillo, pero es mi infierno. Al terminar de hablar, ante una tripulación emotiva a la vez que desconcertada, sobrevino la fiebre. Pedí al capitán Adams que se hiciera cargo de llegar a Portland y me dirigí, presuroso, a mi camarote. Al llegar allí, el desmayo fue como caer en un oscuro abismo. Cuando los hombres consigan viajar a través del tiempo estoy seguro que sentirán los dolores que en ese instante se adueñaron de mí. Una ráfaga de imágenes se desprendieron de mí como si me las arrancaran del cuerpo y giraron en torno de mí como en una danza. Pude ver los mares, que son eternos; los ojos de una mujer que me acariciaban y sus labios murmurando cosas (¡era Ivone, Ivone Anderson!); hombres y mujeres celebrando; el reflejo de un rostro en el espejo, muchas mañanas; las palabras, escritas en caracteres de oro, de un hombre que repetía ser mi padre; un atardecer en una vieja granja de New Hampshire, cuando era apenas un niño y soñaba ser marino. Todas esas cosas, en un instante, me fueron arrebatadas, cortadas de una débil existencia por cuchillos.

Desperté en el Saint Michel, sudando frío, de pie en cubierta. Tardé un momento en reconocer que me encontraba nuevamente a bordo del velero, tratando de respirar un aire limpio que me disipara la bruma. Enfrente se divisaba la costa francesa y el mar Mediterráneo refulgía bajo el sol primaveral del día que nacía. Corrí a mi camarote nervioso, sobre mi escritorio estaban las bitácoras del capitán William Anderson en un inglés que apenas entiendo. Las mismas que había redactado dos veces: en el Nautilus, con la frialdad y confianza del comandante, y en este mismo camarote durante las largas horas de este extraño amanecer. Las he leído, una y otra vez las he leído, pero en nada solazan mi desdicha.

¿Qué debiera decirte, amigo mío? ¿Que más que las imágenes que mi memoria atesora, y que pueden o no pertenecer a un género que llamamos fantástico, me duelen en la piel las nostalgias de una existencia que no me pertenece y que sin embargo me desgarran como las propias? Lo que ocurrió hoy ha sido como tantas otras veces, pero en algo es distinto. Una porción de mí, que desconozco, quedó sumergida en esa profundidad de 300 metros; y allá me siento solo -aunque más seguro-, exiliado del mundo, separado de cualquier naturaleza ambigua. Ya no es la soledad de William Anderson, ni la soledad mía, en esa oscuridad late un corazón desconocido. ¿Acaso debiera recuperarlo? Las aguas me tientan.

Ahora, mientras te escribo, pienso que en nada me han servido tantos años tratando de entender lo mismo. Pienso en los libros que he fabulado y creo que, a veces, la realidad no es tan real como se piensa puesto que poco nos duele. Los dolores son reales, se sienten en la piel, en el alma, tú mismo has sentido los dolores de tus Tres Mosqueteros cuando una espada o una mujer. Hay cosas que son inevitables, el mundo, por ejemplo. En poco el Saint Michel llegará al puerto de Marsella, esta carta llegará a ti antes que mis cansados músculos. ¿Cuánto más han de dolerme estas fiebres?

Tu amigo
Julio Verne.

sábado, 26 de enero de 2008

EL TREN DE LA MUERTE

Cuando abrió los ojos tuvo la certeza de que el tren no se detendría nunca y, aunque alcanzó a sentir vértigo, se atrevió a preguntar. Sentada a su lado, con un hermoso traje de novia, una bella joven viajaba sola, o eso le pareció, pues no había nadie cerca que hiciera un digno acompañamiento de semejante belleza, era como un solo de saxofón con la big band completamente muda. Así que preguntó, Cuándo parará esta cosa, como al descuido, y la mujer respondió a ese llamado con una mirada abismal de sus ojos color desierto café y rojo, rojo oscuro al anochecer, como una tormenta se le vino encima y él la recibió con un abrazo. Le entraron ganas de llorar, un poco por ella que desnudaba su dolor inútilmente, sobre todo porque él no podía hacer nada para ayudarla, pero también por sí mismo. Así, la joven vestida de novia y el hombre del casco azul lloraron a mares hasta que los venció el cansancio y se quedaron dormidos, arrullados por el movimiento rítmico del tren.

Nadie en aquel desvencijado y oscuro vagón llegó a percatarse de su sueño. Nadie reparó en el llanto que había sido largo, amargo y dolido. La señora, que permanecía en su puesto abstraída en la imagen envejecida de una foto amarillenta, tal vez ella desvió su mirada y algo como una ternura perdida la embargó por un instante, quizás por que en algún lugar remoto había visto a esos dos, o a otros como ellos, llorando tristezas y pesares. O bien podría haber sido el llanto de una profunda y lacerante alegría, no lo recordaba. Sus ojos se desviaron un momento pero volvieron fácilmente a la rutina de una foto sepia, olvidándose de todo tal como ya era la costumbre. Había otros pero ninguno quiso saber nada, porque allí nadie sabía nada, sólo la eternidad de dos líneas paralelas. Y la otra mujer, con otra luz, otro gesto suyo de la infancia, ella también que repetía con incansables variaciones siempre la misma y estúpida pregunta, Cómo me llamo, cómo me llamo, que llegaba a ser tanto o más molesta que el rumor metálico de los rieles. Al fondo, un hombre o la sombra de un hombre. Enfrente, el rostro blanco de un anciano venerable. Parejas que bailaban un kamasutra de terciopelo, un jazz que venía de alguna parte.

Lo despertó un lamento negro, un pájaro desgarrado y una trompeta, Satchmo en el tren de infinitos vagones. Era ya el amanecer, la fría luz que humedecía los vidrios y los huesos. Pudo comprobar que ya no tenía ganas de llorar pero sí un fuerte dolor de cabeza. Deseó entonces que ella no despertara, que esos ojos no se abrieran nunca más durante ese viaje por el valle de la muerte. Se levantó y acomodó la cabeza dormida de la mujer sobre la silla, su casco como almohada. Caminó por entre los cuerpos que parecían ahora caracoles moviéndose bajo una negra tierra de brillante seda. Fue hasta el fondo, donde todavía no había llegado la luz, buscando una salida. La sombra de un hombre le dijo, No hay puertas, las ventanas no se abren, luego la voz se apagó como una música inútil. Le llegó de repente una nueva certeza. Quiso volver a la silla, despertarla, preguntarle el nombre, presentarse, pedirle que recordara aquella noche de estrellas en la playa blanca y las espumas blancas bajo la luz de las estrellas, o simplemente el nombre de esa película azul y después amarilla en que Beatrice Dale hace el papel de la loca más hermosa del mundo. La escena de la lluvia donde Zork camina con un hermoso vestido rojo después de haberla matado, un asesinato que es como un suicidio. Las palabras del gato en la cocina, en la última escena. Recuerdos que ya no eran suyos porque se los había robado ella, sus ojos abismales que ya no se abrirían como fue su deseo, el traje de novia impecable seguiría impecable por los siglos de los siglos.

La luz del sol atravesó los cristales. La foto era amarilla con un leve tinte de lo que alguna vez había sido una imagen. El viejo no parecía tan viejo, pero le brillaban las canas. La sombra del hombre se mantenía anónima, arrinconada, muda. En ese momento todo le pareció inútil, el paisaje, la luz le pareció inútil. Sin sentido. Deseó con más fuerza que ella despertara para ver otro paisaje de sus ojos, pero ella estaba muerta. Poco a poco, sin darse cuenta, fue olvidando el resto, el vestido blanco y el desierto con que lo había bañado, perdiéndose como en las brumas de los sueños, al final sólo le quedaba el recuerdo de sus ojos y eso, precisamente, era su infierno. Caminó hasta la ventana, de día el paso del tren se hacía más sosegado pero el paisaje era siempre el mismo árido lienzo pintado de blanco. Volvió la cara dentro del vagón y lo que vio le pareció teatral, como de cartón: la muerta vestida de novia sobre la silla, el viejo de pelo y barba blanca, la elegante señora que mira la foto envejecida, un hombre o la sombra de un hombre, la mujer que repite Cómo me llamo, cómo me llamo. Entonces pensó, Esto no es más que una mala película, y se sentó a esperar a que acabara.